domingo, 22 de marzo de 2009

A veces sucede (algo copiado que me ha encantado)

A veces, muy pocas, ves a una persona y es como si la mirada se transformara en miel y colara dulcemente sobre ella. El calor de su sonrisa la derrite, y se hace cada vez más líquida mientras empapa cada rincón de su cuerpo.

Primero mi mirada pasa por encima, luego vuelve, luego se detiene… Luego te preguntas qué pasa, luego te contestas de mil maneras, sin atinar una respuesta satisfactoria. Dejas que algo resista al torbellino, un árbol echa raíces rápidamente, y yo dándole la bienvenida. Al final lo enfoco, y dejo que surga la frase que en realidad explica los porqués, sabiendo que es absurda: “con ella a mi lado, podría ser feliz”.

Pero todavía está de frente.

¿Cómo transformar esa sensación íntima tan interna en algo compartido?

Al final, sabes lo cruel que es la vida. Si no aprovechas ese momento, se perderá para siempre. Así que, no pudiendo hacer desaparecer los demás de un chasquido, como el momento lo merecería, no te queda sino la fuerza bruta. Y la coges de una mano, sin decir nada, y te la llevas, lejos, muy lejos, donde nadie vea, donde sólo estemos los dos.

Todo tiene un final, incluso ese paseo indeleble. Es demasiado hiperbólico decir la absurda verdad, “contigo podría ser feliz”. Y entonces digo cualquier gilipollez y me voy. Porque la miel pringa, para que el futuro siga siendo promesa.

Luego me digo: “¡Qué idiotez he dicho!”. No hay nada tan vacío como alabar la mirada, es como decir que todo lo demás no merecía la pena. Me pregunto si se habrá notado que no eran las palabras, sino la desnudez de mi alma la que hablaba sin palabras, sólo con un intenso sentimiento de estupor: ¿de dónde sales? ¿por qué eres tan especial?

No era la mirada, aunque esos ojos me pierden. Era la textura de su piel, era el tono de su voz, era esa mezcla de “sé lo que soy” que irradiaba alrededor. Era la promesa de su olor, de su sudor mezclado con el mío, de la presión de sus manos, de un punto de vergüenza al centro de un lienzo de libertad y un pincel que, de soltarlo (o bien de asirlo), sería capaz de llenarlo de trazos y sensaciones…

Pero no te hagas ilusiones: no la conoces, no sabes nada. Nada de ella.

La cabeza sigue dando vueltas. Me doy cuenta de que, al soltar así de pronto ese rayo, en realidad estaba ya dando por sentado que no habría nada más. Porque no puedo. Porque no tengo un solo momento libre. Porque se me ha olvidado ya lo que es planear cosas sólo por el placer, todo es deber. El “hay que” se lleva todo lo demás. Y cuando lo suelto, es sólo muy tarde, luego de haber decidido que ya no puedo más, y hay que dormir, porque mañana se acerca y ya me estoy pasando.

Sin embargo, quién sabe si lo ha sentido igual, queda algo: ese paseo, esa mano húmeda entre la mía, que en ningún momento opuso ninguna resistencia, que me siguió como si lo fuera a hacer siempre, como si siempre lo hubiera hecho. Querría estar todavía caminando, arrastrándola, sintiéndola…

Pasan los días, y no le escribo. La vuelvo a ver, y no hago nada. Junto a tantas cosas buenas, la dejo ir, y las idioteces como “no es el momento” no hacen sino correr un tupido velo sobre una luz radiante.

Así que prefiero escribir esto antes que comenzar a jugar aquel viejo juego, sabiendo que es perderla, sabiendo que es matar todo el interés que hubiera podido suscitar en ella. Perfiero transformarla en palabras, en el recuerdo de una sensación, en un destello.


Y me quedo con la dicha de haberla sentido, aunque sea un breve instante, y de saber que a pesar de todo, a veces… sucede.

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