lunes, 10 de agosto de 2009

Relato sacado de una revista...

¿Qué poderoso y extraño atractivo produce lanzarnos al abismo de lo desconocido, cuando lo seguro ocasiona menos complicaciones y, por lo tanto nos beneficia con una grata sensación de equilibrio y bienestar?
Cuántas veces no habría dicho en mi vida que estaba harta de todo y que cogería un avión con destino al otro extremo del planeta.
Se trataba de un deseo que jamás me atrevía a confesar, puesto que soñaba con hacerlo sola y, a buen seguro, en contra de la voluntad de mi marido, Carlos, ejecutivo de una empresa informática que ha sufrido, como tantas, el zarpazo de la crisis.

-Sólo será una semana - le dije escuetamente, después del café matinal-.
-¿Sólo?


Carlos puso cara de haber visto un monstruo de dos cabezas en el salón cuando le comuniqué que había solicitado una semana de vacaciones y que pensaba irme sola porque necesitaba, por primera vez en mi vida, un descanso lejos de todo y de todo, y que tanto un concepto como otro lo incluían a él y a nuestros tres hijos. María, Alejandro y Dani, en una escala que va de los 12 a los 17 años.

-Seguro que sobreviviréis-comenté convencida de que no sería así-.
-No se trata de sobrevivir, ¡pues claro que podremos!-también él, al igual que yo, sabía que no-,sino de por qué necesitas apartarte de nosotros para descansar.


Hay veces en que la verdad no es necesaria. Por eso evité darle una respuesta y , a partir de ese momento, me dediqué a pensar cual sería el mejor destino.
Le dí cientos de vueltas a las opciones más dispares. No sé porque sentí el pálpito de que debía de ser una gran ciudad y cerca del mar.

Enseguida, igual que un rayo tan fugaz como certero, vino a mi mente Barcelona. Conseguí los billetes, me iría en tren, y preparé una pequeña maleta con lo básico. En realidad no necesitaba más. Me bastaba con el aire de libertad que la escapada significaba. Dejar atrás las preocupaciones domésticas y no tener tampoco que ocuparme de mi aspecto, como obliga mi trabajo.

Creí estar a punto de conocer qué se siente cuando puedes cumplir un deseo inalcanzable.

Ya en el tren, empecé a plantearme por qué lo había hecho. Permanecí inmóvil en el asiento con la sensación de haber abandonado algo importante y temiendo no volver a tenerlo, algo del todo absurdo porque se trataba de ausentarme unos días.

El paisaje volaba ante mis ojos como la misma velocidad de mis 20 años de matrimonio.

Me acordé de mi amiga Carmen. Cuando creemos que la vida que llevamos nos desborda- lo cual sucede con frecuencia-,ella suele decir: >. Pero entonces siempre me encuentro ante una factura del colegio de los niños o la lista de la compra semanal-

-¡Perdón!


El traqueteo del tren había hecho perder pie a un hombre que atravesaba el vagón, con tan mala fortuna que fue lanzado contra mi hombro izquierdo... ¿He dicho mala fortuna?, pues corrijo, gracias al incidente tuve la suerte de reparar en aquel hombre. Desde luego, no era el gemelo de George Clooney, pero ni falta que hacía. Hubo algo, no sabría decir el qué, en su forma de disculparse que me dejó enganchada a su sonrisa. En el primer momento, no miré sus ojos, ni sus manos, ni nada, tan sólo aquella sonrisa en la que me imaginé perdida, como si se tratara de una cavidad al final de la cual no existiera más que el fin del mundo. Al salir del ensimismamiento de aquellos labios que debían ser tan suaves como el algodón, advertí que el conjunto de su expresión resultaba más que agradable.



Vestía una camisa blanca suelta y un pantalón marrón chocolate, creí ver que del mismo color que sus ojos. Y no olía a nada, ni a sándalo ni a madera, que es lo que dicen en las revistas que huelen los hombres atractivos, lo había leído cientos de veces- ¿Por qué se empeñarán en hacernos creer falsas realidades?-. Sin mediar palabra, desapareció. Me hubiera encantado que la estela de su olor perdurara pero es evidente que no fue así. Entonces cerré los ojos y esa vez sí qe pude imaginar un lugar soñado, lejano, de aguas turquesas y cielo cristalino, hasta que caí vencida por un sueño reconfortante que duró lo que quedaba de trayecto.

No volví a pensar en el desconocido hasta que lo encontré, de nuevo, en la parada de taxis. Nos separaban 3 personas. Subí primero y esperé a que el suyo arrancara primero para seguirlo. Al fin y al cabo , yo no tenía reserva en ningún hotel ni sitio a donde ir.
El taxi se detuvo en la Gran vía, a las puertas del hotel Ritz. Mítico, fastuoso y un punto decadente. Sentí que no podía echarme atrás y tomé la decisión de adentrarme también en uno de los hoteles más caros de la ciudad.
Esperé en recepción a que se registrara, habitación 303, y sólo cuando iba a hacerlo, se percató de mi presencia. Esbocé una tontería del tipo Vaya, qué casualidad ¿no?, que obtuvo por respuesta una silenciosa sonrisa regalada antes de volver a desaparecer, esta vez escaleras arriba.


Por la noche, volvimos a coincidir en el restaurante. Acabamos de cenar, cada uno en su mesa, mirándonos de frente. Ningún comensal se interponía en la línea recta de nuestras miradas. Tan recta como lo fué el camino hacia el ascensor, y, tras él, mi deseo.
Me detuve en el tercer piso y busqué la habitación 303. Al ver la puerta entreabierta, se me cortó la respiración.
Plantada en el umbral, la empujé ligeramente, quedando a la vista una incitadora penumbra que vulneré sin pensármelo, a pesar del miedo que sentía latir por todo mi cuerpo.
Di dos pasos y la puerta se cerró tras de mí. Nunca pensé que me atrevería a nada semejante. Me vi en la cama más grande que jamás hubiera imaginado, junto a un hombre que no sabía ni su nombre. Tampoco me dejó la posibilidad de preguntárselo, porque enseguida su boca buscó la mía pareciendo que llevara toda la vida esperándola. Estaba desnudo y tardó poco en destapar mi desnudez. Me dejaba hacer, entregada al oculto placer de traspasar la línea que aboca al lado de lo obsceno y de lo deplorable. Qué importa. Mientras nadie lo sepa, más que él y yo, nadie resultará ofendido, ni siquiera yo misma. ¿Y él...?¿Importaba quién es? Rastreé su piel como si quisiera borrar sus poros con mi lengua. Era sin duda el tipo más pulcro que pudiera existir, tanto que me molestaba saber que no podría retener ningún olor suyo para que se lo apropiara mi recuerdo más allá de la entrega ocasional de los cuerpos.

Ocasional...¿Y por qué tenía que serlo? A la mañana siguiente, habiendo evitado el desayuno para no encontrarme con él, me lancé a la hazaña de buscar un vestuario para la que se presentaba como una semana de pasión prohibida.
Cargué por el paseo de Gracia con enormes bolsas llenas de caros vestidos, perfumes,zapatos y ropa interior. Una locura jamás conocida por mí, ni tampoco por mí tarjeta de crédito.
Aquel día me dediqué a prepararme a conciencia para la noche. A las 21 ya estaba lista. Segura de mí misma, me presenté en el comedor con unas ganas locas de seguir el juego iniciado la noche antes.Pero ni rastro de él. Me senté en la misma mesa, frente a la suya, y , dejándome llevar por una extrañísima fuerza que me arrastraba hacia una excitante nebulosa de otro mundo, pedí una botella de champán. Hora y media más tarde, me excusé ante el maître para ir a recepción a preguntar por el caballero de la 303.

-Se marchó esta mañana, al poco de salir usted.

Entonces me dí cuenta del error de pretender convertir una situación extraordinaria y fuera de lo corriente en algo que puede repetirse.
Mientras revolvía con rabia en el bolso las facturas, confiando en que no las hubiera extraviado para poder devolverlo todo, comencé a marcar el número de Carlos sin saber aún lo que íba a decirle, pero confiando , en el fondo, que él si lo supiera.

-Estamos bien- se oyó al otro lado del teléfono-, tranquila ¿Lo ves?, te vas y no pasa nada.
Sí claro, nunca pasa nada...


texto escrito por:
Mari pau Dominguez

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato muy bonito, Mi enhorabuena a la autora y gracias por compartirlo.

//unbesito

SINLágrimas